Jeremías Ferri


Una suave lluvia empieza a embarrar las calles de la ciudad, obligando a los peatones a transitar por las aceras de viejas losas desgastadas.
Las gotas de agua salpican las sucias lentes de Jeremías Ferri, que intenta limpiarlas frotándolas contra su abrigo. Se detiene en la plazoleta, mientras observa al carbonero discutiendo con unas mujeres por el reparto del carbón, y toma fuerzas para encarar la empinada cuesta de Pintor Casanova.  Los comercios, pese al lánguido día, siguen con su habitual ajetreo. Se detiene a mitad de la pendiente ahogándose debido al sobresfuerzo de mover sus fofas carnes pendiente arriba. El aroma a tierra mojada invade la calle por la que circula hacia abajo una destartalada camioneta. Prosigue con su lento y pesado caminar repasando mentalmente todos los recados que tiene que realizar durante el día. Al fin, llega a la esquina donde se encuentra la tienda de antigüedades que regentan los dos muchachos. Mira a través del cristal mojado y descubre a Miguel concentrado en el banco de trabajo, sobre el que descansa un reloj de pared destripado. Observa que la luz de la pequeña oficina está apagada. Claudio no está. Golpea un par de veces el cristal mojado para llamar la atención de Miguel y este se gira sobresaltado mientras Jeremías le indica con un gesto de mano que se pasará más tarde. Continúa su trayecto sabiendo que la nueva misión que tiene que encargarles no será pan comido. Cruza la Avenida Blasco Ibáñez para penetrar las tranquilas calles de la zona baja donde, a estas horas, se puede caminar con tranquilidad sin el ajetreo que reina al caer la noche. Nadie puede imaginarse que Jeremías Ferri tras su amable y tranquila personalidad, puede llegar a esconder oscuros misterios.


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