Claudio Hernández



Un cigarrillo humea en el cenicero ennegrecido donde rebosan decenas de arrugadas colillas. La luz del flexo ilumina la mesa llena de papeles, oscureciendo el resto de la pequeña oficina.

Claudio revisa de nuevo todas las facturas para cerciorarse de que no se ha equivocado al sumarlas. Le da la vuelta a una cuartilla garabateada y empieza a anotar nuevamente todos los importes antes de escribirlos en el libro de cuentas. Cuando termina, se levanta y sale a echar una ojeada a la tienda. Está solo. Miguel ha ido a la Cruz Roja para intentar averiguar alguna noticia sobre el estado de su tío en Teruel. La calle es un ir y venir de gente que pasa por delante de la tienda sin apenas mirarla. Recuerda, con cierta nostalgia, aquellos días en los que gozaban de buenas ventas. La luz del sol, que refleja en la fachada de enfrente, se escampa por todo el establecimiento impregnando el techo con brillos multicolores que irradian las lágrimas de cristal de las lámparas. Se interna en la oficina y apaga el cigarrillo ya consumido. Cuando se dispone a sentarse, oye el chirrido de la puerta de entrada. Se percata, por el sonido de las pisadas, que no ha entrado una sola persona. Al salir, se encuentra con cinco tétricas sombras que parecen estar esperándolo. La fulgurante luz lo deslumbra e intenta desvelar sus rostros. Se fija en los relieves de las figuras. Mira por el cristal del escaparate de la derecha y descubre un vehículo de la Guardia Popular Antifascista parado en medio de la calle. Los pensamientos, de repente, se agolpan en su cabeza. Se asusta al imaginar que algo malo ha podido suceder. No se espera que lo malo, aún está por llegar.

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