Me quedé sonriéndole mientras Claudio sostenía la puerta para que no se cerrase. Sin darme cuenta, mi amigo, ya se había introducido en la entrada. Cuando vi que la señora encaraba la pendiente caminando lentamente, me metí cerrando la puerta intentando hacer el mínimo ruido. Llegamos al segundo piso y nos encontramos con la primera de las sorpresas. En el rellano se encontraban las dos puertas una al lado de la otra.
—¿Cual
será de las dos? —le pregunté a Claudio que estaba igual de sorprendido que yo.
—No lo
sé... —dijo angustiado—. Con esto no habíamos contado. Pero tenemos que
decidirnos por una.
Nos
quedamos atónitos mirando ambas puertas. Las dos eran idénticas y por mucho que
intentáramos orientarnos situando la entrada, siempre acabábamos perdiéndonos.
Me acerqué observando, al mínimo detalle, el portón derecho. El pomo, que algún
día fue dorado, estaba desgastado; la zona de alrededor de la cerradura, rozada
por las llaves y la figura del santo, debajo de la aldaba, seguía impoluta.
—¡Es
esta, Claudio! —dije escuchando mi voz retumbar por toda la escalera.
—¿Por
qué?
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