Historias de la Columna de Hierro IV



Artículo de un miliciano del periódico Nosotros (Biblioteca Nacional de España


Muchos de los componentes de la Columna de Hierro se quejaron del mal trato recibido por pertenecer a la misma. 

En esta carta de un prófugo de la cárcel de Valencia de San Miguel de los Reyes (actual sede de la Biblioteca Valenciana) el 12 de marzo de 1937, nos da a entender la mala fama que tuvieron los milicianos que pertenecieron a la Columna de Hierro en los diez meses de vida que perduró antes de su militarización.

Se titula La Columna de Hierro, la militarización y el porvenir revolucionario de España:

LA COLUMNA DE HIERRO Y LA REVOLUCIÓN:

Soy un escapado de San Miguel de los Reyes, siniestro presidio que levantó la monarquía para enterrar en vida a los que,  por no ser cobardes, no se sometieron nunca a las leyes infames que dictaron los poderosos contra los oprimidos. Allá me llevaron, como a tantos otros, por lavar una ofensa, por rebelarme contra las humillaciones de que era víctima un pueblo entero, por matar, en fin, a un cacique.

Joven era, y joven soy, ya que ingresé en el presidio a los veintitrés años y he salido porque los amigos anarquistas abrieron las puertas teniendo treinta y cuatro. ¡Once años sujeto al tormento de no ser hombre, de ser una cosa, de ser un número!

Conmigo salieron muchos hombres, igualmente sufridos. Igualmente doloridos por los malos tratos recibidos desde el nacer. Unos, al pisar la calle, se fueron por el mundo; otros, nos agrupamos con nuestros libertadores que nos trataron como amigos y nos quisieron como hermanos. Con estos, poco a poco, formamos la Columna de Hierro; con estos, a paso acelerado, asaltamos cuarteles y desarmamos a terribles guardias. Con estos, a empujones, echamos a los fascistas hasta las agujas de la sierra donde se encuentran. Acostumbrados a tomar lo que necesitamos, al empujar al fascista le tomamos víveres y fusiles. Nos alimentamos durante un tiempo de lo que nos ofrecían los campesinos y nos armamos, sin que nadie nos hiciese el obsequio de un arma, con lo que a brazo partido, les quitamos a los insurrectos. El fusil que acaricio, el que me acompaña desde que abandoné el fatídico presidio, es mío, mío propio. Se lo quité, como un hombre, al que lo tenía en sus manos, así como nuestros propios, conquistados, son casi todos los que mis compañeros tienen en las suyas.

CONDUCTA:

Nadie, puedo asegurarlo, nadie se puede haber portado con los desvalidos, con los necesitados, con los que toda la vida fueron robados y perseguidos, mejor que nosotros, los incontrolados, los forajidos, los escapados de presidio. Nadie, nadie —desafío a que me lo prueben— ha sido más cariñoso y servicial para con los niños, mujeres y los ancianos. Nadie, absolutamente nadie, puede tildar a esta Columna, que sola, sin auxilio y sí entorpeciéndola, ha estado desde el principio en la vanguardia de insolidaria, de despótica, de blanda o de floja cuando de la lucha se trataba. O desamorada con el campesino, o de no revolucionaria, ya que el arrojo y la valentía en el combate ha sido nuestra norma, la hidalguía con el vencido nuestra ley, la cordialidad con los hermanos nuestra divisa y la bondad y el respeto el marco en que se ha desenvuelto nuestra vida.

LEYENDA NEGRA:

¿Por qué esta leyenda negra que se ha tejido a nuestro alrededor? ¿Por qué este afán insensato de desacreditarnos, si nuestro descrédito, que no es posible, solo iría en perjuicio de la causa revolucionaria y de la misma guerra?

Hay —nosotros, hombres del presidio, que hemos sufrido más que nadie en la tierra, lo sabemos— hay, digo, “en el ambiente” un aburguesamiento enorme. El burgués de alma y de cuerpo que es todo lo mediocre y servil, tiembla ante la idea de perder su sosiego, su cigarro puro y su café, sus toros, su teatro y su emputecimiento, y cuando olía algo de la Columna, de esta Columna de Hierro, puntal de la Revolución en estas tierras levantinas, o cuando sabía que la Columna anunciaba su viaje a Valencia, temblaba como un azogado pensando que los de la Columna iban a arrancarle su vida regalona y miserable. Y el burgués —hay burgueses de muchas clases y en muchos sitios­— tejía sin parar, con los hilos de la calumnia, la leyenda negra con que nos ha obsequiado, porque al burgués, han podido y pueden perjudicar nuestras actividades, nuestras rebeldías, y estas ansias locamente incontenibles que llevamos en nuestro corazón de ser libres, como las águilas en las más altas cimas o como los leones en medio de las selvas.



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