Al
inicio de la calle Anselmo Aracil, el verde de la vegetación transgrede con el
gris deslucido de las fachadas que lo envuelven.
Los
terrenos del pequeño parque, llamado el Parterre, fueron donados por el
industrial Rigoberto Albors para uso urbano. Envuelto por vastos bancos de
piedra, corroída por el paso del tiempo, mantiene aún sus serpenteantes caminos
que convergen hasta la fuente en forma circular que se encuentra en el centro del
jardín. El agua fluye, con un chapoteo incesante, desde la balsa más alta
hasta la laguna inferior. Las majestuosas copas de los árboles lo aíslan de la
enérgica luz del sol, convirtiéndolo en un lugar tranquilo y apacible. El
sonido de las afiladas hojas de las palmeras que se balancean levemente al compás
de la gélida brisa, ahogan el bullicio que acaece en el exterior del jardín. Uno de nuestros personajes espera a
alguien en la esquina de enfrente de Correos. Parece nervioso. Inquieto. Lo que
le sucederá unos minutos más tarde, lo marcará para el resto de su vida.
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